Hasta casi finales del siglo XX, sabíamos más sobre los átomos que sobre nuestras propias emociones.La neurociencia, la antropología cultural, y la etología, ¡son más recientes que la física atómica!
Cada una de ellas ha aportado nuevos datos acerca de nuestra capacidad como mamíferos y primates de sentir emociones positivas y realizar conductas altruistas.
Con la Psicología Científica en el siglo XIX se inició el estudio de la mente y su análisis cuantitativo, pero es curioso el poco espacio que se dedicó al estudio de las emociones, y mucho menos aún, al estudio de las emociones positivas.
Sólo desde el ámbito de la psiquiatría se prestó más atención a las negativas, en términos de impulsos y fobias, que tuvieron su precedente con la teoría del psicoanálisis de Sigmund Freud, quién, por cierto, ignoró totalmente el aspecto positivo de las emociones humanas.
Esta separación entre razón y emoción, y sobre todo la hegemonía del “racionalismo” siguió predominando en el campo de la Psicología más académica, y trastornos como el autismo, por ejemplo, caracterizado por la dificultad de empatía y vinculación afectiva, no fueron descritos hasta mediados del siglo XX.
En la década de 1950 los descubrimientos de Jane Goodall sobre la conducta de vinculación de los chimpancés dio un espacio dentro del estudio científico al amor, aunque no se le llamó de esa manera, porque ese concepto estaba relegado a la literatura y a la espiritualidad o las religiones.
Dos décadas después, Paul Ekman hizo que las emociones fueran un objeto tangible de estudio a través del estudio cuidadoso de la expresión facial, y poniendo en duda a Margaret Mead quien afirmó que las emociones y sus expresiones faciales tienen una base cultural. Ekman demostró que el origen de nuestras emociones sociales es biológico y no cultural.
En la década de 1990, la ciencia había aceptado las emociones como una realidad, pero , aún así, las emociones positivas como la alegría, la esperanza, la compasión , el perdón o el amor aún no se nombraban en el campo de la neuropsicología.
Dice G.E Vaillant que,
Las ideas del Homo Sapiens son neutrales, “incoloras” y carentes de valor. No provocan ninguna sensación consciente.
Sin embargo, las emociones, sí que se sienten físicamente en el cuerpo. En 1994, Antonio Damasio, en su libro El error de Descartes afirma que el cuerpo, por sí mismo, envía señales traducidas en cambios físicos repentinos, inmediatos, que anticipan la toma de decisiones y, sobre todo, los posibles resultados de dichas elecciones, disminuyendo, en gran medida, la carga de trabajo en el posterior proceso racional. Por ejemplo, signos como la sudoración, las palpitaciones cardíacas, la crispación muscular, agitación, dolor abdominal, sin haber hecho ningún esfuerzo físico prolongado, sino como resultado de una sensación o de una emoción al escuchar algo o estar frente a una situación en particular en la cual el cuerpo reacciona. Es lo que se conoce como la hipótesis del marcador somático, que rompió con el dualismo cerebro-cuerpo.
Damasio explica que la construcción de marcadores somáticos se da especialmente en la infancia y en la juventud, sobre todo en los aspectos relacionados con la ética y las convenciones sociales, sin embargo, el proceso de adquisición de relaciones entre el cuerpo y su entorno es un aprendizaje continuo que dura toda la vida.
Evolutivamente, las emociones, situadas en nuestro cerebro límbico, han sido necesarias para nuestra supervivencia como especie, tanto las negativas como las positivas.
El sistema límbico es el que se encarga de analizar la información procedente del cuerpo, vincular las emociones con antiguos recuerdos y transmitir esa información una vez “filtrada” al neocórtex en forma de pensamientos y motivación.
El neocórtex, que recubre el sistema límbico como un casco es la parte de nuestro cerebro más moderna, y la que más ha evolucionado en los últimos dos millones de años.