CUANDO YO SEA MAESTRA.

Un día cualquiera en el aula mientras observo a Sara me acuerdo de Isabel.
Isabel había sido una niña callada, muy tímida. Sólo destacaba por una cosa: su apellido. Era de los que daba para hacer chistes cuando las maestras y las monjas pasaban lista. Solo entonces recibía todas las miradas: agachaba la cabeza y se ponía roja, mientras algunas compañeras hacían la broma y se reían.
Ahora que hago memoria, recuerdo que casi no hablé con ella durante los ocho años que compartimos pupitre. No me reí de su apellido, pero tampoco jugué con ella, ni le pregunté cómo estaba, ni qué le pasaba…, no sé si las maestras lo harían.
Mucho tiempo después, al recordar nuestros años en la E.G.B, durante una reunión de antiguas alumnas, su confesión fue la siguiente: “Para mí fueron los peores años de mi vida, no tengo ningún recuerdo bonito del colegio, y he estado a punto de no venir a esta reunión”. Recordaba la escuela con tristeza y dolor, una etapa en la que sufrió en silencio el vacío, mientras era casi invisible para el resto de compañeras y también para las maestras.
Las niñas visibles eran las disruptivas, las que se llevaban la atención por su mal comportamiento, las habladoras, las líderes, las “pelotas”, y también las excelentes, las que siempre salían a la pizarra, eran “delegadas” y se ponían de ejemplo para todo.
El resto, eran invisibles, como figurantes en una película, ocupando un espacio en los pupitres, mientras otras eran las protagonistas, con sus papeles de buenas y malas.
Mi antigua compañera acabó los estudios obligatorios con esfuerzo, pero sin pena ni gloria. Muchos años después, ya de adulta, cuando se “miró” (o alguien la “miró”, quién sabe…) por primera vez y descubrió cuáles eran sus talentos, después de años de creerse que era invisible, logró encontrarse, creer en sí misma y afrontar sus estudios con decisión. Afortunadamente estaba bien, y tenía un trabajo que le gustaba y una vida familiar acorde a lo que siempre había querido tener.
Me pregunto que hubiera sido de ella si sus maestras hubieran sido capaces de mirarla, si sus compañeras la hubiéramos visto más allá de la gracia y la broma de su apellido. Me pregunto qué talentos hubiera podido mostrar si el colegio no hubiese sido una etapa gris y triste en su vida, si hubiera sido lo que debe ser: un lugar donde poder ser la persona que uno es, sin miedo, sin coacción, con respeto y con oportunidades de mejora. Me pregunto cuántas niñas y niños han sido y siguen siendo “invisibles”.

Una escuela debe ser un lugar para todos los niños y no basada en la idea de que todos son iguales,sino que todos son diferentes.

Eso decía Loris Magaluzzi. Una sociedad donde no existe diversidad es una sociedad artificial, ficticia, irreal, anormal. Hemos avanzado. Tenemos un modelo de sistema educativo inclusivo, aunque más sobre el papel que en la realidad. Demasiados alumnos que atender y pocos recursos humanos y materiales hacen difícil la necesaria “atención a la diversidad”.

Y ante lo que no se puede cambiar me pregunto,como futura maestra, qué podré hacer yo, y se me ocurre algo muy básico, fácil de conseguir, gratuito, resistente a cualquier ley e ideología y al planteamiento pedagógico de tu elección como docente: la mirada al otro
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Desde el momento en que no sólo vemos, sino que  también miramos a los demás como personas únicas e irrepetibles, o sea, como seres humanos, asumimos esa normalidad de la diferencia, que es la base real del mundo en el que vivimos.

Un aula homogénea, al igual que una sociedad homogénea, es un aula artificial. Pretender esa homogeneidad es algo ficticio. El docente que solo ve a sus alumnos desde sus gafas de “igualdad” mal entendida, sin mirar la diferencia que existe en cada uno de ellos, acusa una ceguera, o como mínimo, una miopía, que hará que muchos de ellos sean invisibles, o a lo sumo, borrosos.

En el momento en que un maestro o una maestra mira a sus alumnos como personas, además de como alumnos, está incluyendo a todos, y está haciendo de su aula, un lugar real y normal. Ponerse las gafas de la normalidad, implica mirar al otro desde el respeto a la diferencia, desde la empatía y desde la humanidad. Bajo esa mirada, Sara, Luca, Ainara, Pablo…, tendrán la oportunidad de expresarse tal y como son, serán visibles,mostrarán sus talentos,o quizás no, todavía…, pero no pensarán que “no pueden”, porque nadie se lo va a decir, como en el cuento de Eloy Moreno.

Educar es dar tiempo, mirar con calma a las personas. A todas y cada una de ellas. Supone un acto de generosidad y de empatía, asumirlas como seres humanos únicos e irrepetibles, y desde el respeto, ayudarles para que sean lo mejor que puedan ser. Pero para ello hay que quitarse las gafas de maestro miope, ésas que nos hacen ver sólo a aquellos que percibimos iguales a nosotros o a lo que a nosotros nos gustaría que fuesen. 

Y eso es gratis, va dentro de un “pack” que se llama “humanidad», y que debería ser indispensable para todo aquel que tenga el orgullo y la responsabilidad de llamarse maestro o maestra.

Cuando yo sea maestra, quiero mirar a todos los niños y niñas, a todos absolutamente, y hacer lo posible para que recuerden la escuela como una etapa feliz.